Jesús recorrió muchas ciudades y aldeas de Palestina durante los tres años de su vida pública anunciando el Reino de Dios. Su ministerio itinerante se desarrolló sobre todo alrededor del mar de Genesaret, en Jerusalén y en los viajes entre esos dos lugares, de norte a sur y de sur a norte, por la ruta que seguía el curso del Jor­dán o por Samaría. Los evangelistas nos han transmitido también que en una ocasión se retiró más allá de los confines de Galilea, a la región de Tiro y Sidón, que constituía la antigua Fenicia y hoy es Líbano (Cfr. Mt 15,21 y Mc 7,24); sin embargo, no hay noticias de que llegara hasta la costa mediterránea, donde la población era mayoritariamente gentil. Ahí se encuentra el monte Carmelo, ligado especialmente al recuerdo de Elías y Eliseo, dos grandes profetas del Antiguo Testamento; y ya en época cristiana, al nacimiento de la Orden del Carmen.

El Carmelo es una cadena de montañas de formación calcárea, que se desgaja del sistema de Samaría prolongándose hacia el Mediterráneo y termina en un promontorio sobre la ciudad de Haifa. Tiene una longitud de unos veinticinco kilómetros y una anchura que oscila entre los diez y los quince, con una altitud media de 500 metros. Su nombre deriva de kerem, que significa huerto, viña o jar­dín, siempre con el matiz añadido de belleza. Se ajusta a la reali­dad: en esta cadena brotan abundantes manantiales, por lo que en sus collados y gargantas crece una flora rica y variada, típicamente mediterránea: laureles, mirtos, encinas, tamarindos, cedros, pinos, algarrobos, lentiscos… Esta fertilidad siempre ha sido proverbial, y en varios libros del Antiguo Testamento aparece como símbolo de la prosperidad de Israel, o también de su desgracia, en caso de desolación: El Señor ruge desde Sión, alza su voz desde Jerusa­lén. Las majadas de los pastores están de luto, se seca la cumbre del Carmelo (Am 1,2. Cfr. Is 33,9 y 35, 2; Jr 50,19; y Na 1,4).  Existen además numerosas cuevas –más de mil–, en particular al oeste, de estrecha abertura pero de ancha capacidad.

La historia del Carmelo está íntimamente ligada al profeta Elías, que vivió en el siglo IX antes de Cristo. Según tradiciones recogidas por los Santos Padres y por escritores antiguos, varios lugares con­servaban el recuerdo de su presencia: una gruta en la ladera norte, sobre el cabo de Haifa, donde estableció su morada primero él y después Eliseo; cerca de allí, el sitio donde reunían a sus discípu­los, llamado por los cristianos Escuela de los Profetas y en árabe también El Hader; en la misma zona, hacia el oeste, un manantial conocido como fuente de Elías, que él mismo habría hecho brotar de la roca; y en el sureste del macizo, la cima de El-Muhraqa y el torrente del Qison, donde se enfrentó a los cuatrocientos cincuen­ta profetas de Baal, por su oración Dios hizo bajar fuego del cie­lo y de este modo el pueblo abandonó la idolatría, según relata el primer libro de los Reyes (1 Re 18,19-40).

En estos lugares venerados desde los albores del cristianismo, donde se habían construido iglesias y monasterios en memoria de Elías, nació la Orden del Carmen. Su origen se remonta a la segun­da mitad del siglo XII, cuando san Bertoldo de Malafaida, un cru­zado de origen francés, reunió en torno suyo a algunos ermitaños que vivían dispersos en El Hader, en la zona del monte Carmelo próxima a Haifa. Edificaron un santuario allí y, algo más tarde, hacia 1200, otro en la pendiente occidental, en Wadi es-Siah. San Brocardo, sucesor de Bertoldo como prior, en los primeros años del siglo XIII pidió al patriarca de Jerusalén una aprobación oficial y una norma que organizase su vida religiosa de soledad, ascesis y oración contemplativa: es la Regla del Carmen –también llamada Regla de nuestro Salvador–, en vigor hasta nuestros días. Por di­versas circunstancias, el reconocimiento del Papa se retrasó hasta 1226. A partir de entonces, y a causa de la incertidumbre que pesa­ba sobre los cristianos en oriente, algunos carmelitas regresaron a sus patrias en Europa, donde constituyeron nuevos monasterios. Este éxodo se demostró providencial para la supervivencia y ex­ pansión de la Orden, pues en 1291 los ejércitos de Egipto conquis­taron Acre y Haifa, quemaron los santuarios del monte Carmelo y asesinaron a sus monjes.

Relatar la historia de la Orden del Carmen sería prolijo. Por lo que respecta a Tierra Santa, bastará con decir que, salvo un parén­tesis en el siglo XVII, no pudo restablecerse en el monte Carmelo hasta principios del XIX. Entre 1827 y 1836, se construyó en la pun­ta norte, sobre una gruta que recordaba la presencia de Elías, el ac­tual monasterio y santuario de Stella Maris: así como la nubecilla que atisbó el criado de Elías trajo la lluvia que fecundaría la tierra de Israel, después del episodio de los falsos profetas (Cfr. 1 Re 18,44), así también de la Virgen María nació Cristo, por quien la gracia de Dios se de­rrama por toda la tierra. Los edificios, de tres alturas, forman un complejo rectangular de sesenta metros de largo por treinta y seis de ancho. Hacia el norte, la vista de la bahía de Haifa es magnífi­ca, e incluso en días despejados puede distinguirse Acre siguiendo la línea del litoral. Se accede a la iglesia desde la fachada oeste: el espacio central es octogonal y está cubierto por una cúpula deco­rada con escenas de Elías y otros profetas, la Sagrada Familia, los Evangelistas y algunos santos carmelitas. Las pinturas se realiza­ron en 1928. También es de entonces el revestimiento marmóreo del templo, terminado en 1931. El foco de atención se dirige al pres­biterio: detrás del altar, en un camarín, encontramos una talla de la Virgen del Carmen; y debajo, la cueva donde según la tradición habitó Elías. Se trata de un ambiente de unos tres por cinco metros, separado de la nave por dos columnas de pórfido y unos escalones; al fondo, hay un altar y una imagen del profeta.