Si tú también sientes miedo ante algo que no puedes controlar, si te invade la incertidumbre por una amenaza invisible, si te puede la angustia por la inseguridad, si las noticias de los medios de comunicación, los whatsapp y las conversaciones siembran inquietud en tu corazón, quizás es que te estás enfrentando a un problema que te supera sin la debida protección.

Una pandemia es un asunto serio, de mayores. A los que somos pequeños nos supera, y no podemos afrontarlo sin la ayuda de los «adultos». Por eso, es un «sin vivir» pensar en todo lo que está ocurriendo sin contar con la cercanía de María.

Es verdad que el virus ese puede estar agazapado en cualquier lugar dispuesto a asaltarnos en cualquier momento. Y, como no lo vemos, da mucha angustia. Pero nos olvidamos que hay alguien que tiene super-visión, alguien que detecta el virus, alguien que nos quiere y que no dejará que el bicho malicioso nos aniquile. ¿Eso significa que ya somos inmunes a todo asalto del terrible enano? No. Significa, que pase lo que pase, lo podremos afrontar de la mano de María.

El miedo lo produce lo desconocido y lo imprevisible. Pero, si sabemos que nuestro futuro está regido por alguien que lo conoce, y si prevemos que nuestra madre va a estar ahí en todo momento, pase lo que pase; la cosa cambia. María no nos promete invulnerabilidad, sino la fortaleza que provoca en nosotros su presencia. No tenemos garantía de evitar las acometidas del bichito infeccioso, pero sí tenemos certeza de que ella, como madre estará siempre a nuestro lado.

¡Qué diferente es atravesar sólo un paraje desconocido y brumoso que caminar seguro de la mano de mi madre! No tengo entonces que preocuparme más que de pisar donde ella me indique y de ser sensato siguiendo sus prudentes consejos. Pero, de una u otra forma, sé que ella me llevará a buen puerto.

Cuando pienso en las promesas del Señor que aparecen en los salmos: «aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo»; cuando me acuerdo de las promesas del Señor: «Cuando cruces las aguas, yo estaré contigo, la corriente no te anegará; cuando pases por el fuego, no te quemarás, la llama no te abrasará»; entiendo que eso se ha dicho para mí hoy. Y sé que eso Dios me lo ha dicho mirando a María. Para mí, ella es la Pastora, ella es la Protectora, ella es la Garantía.

Puede que muera en esta epidemia, puede que tenga que afrontar los dolores de la enfermedad, puede —y eso sí que me da terror— que tenga que decir adiós a seres inmensamente queridos para mí, puede que se hunda el mundo… pero yo no voy a angustiarme porque sé que alguien vela por mí. Sí, alguien divino; pero también una mujer humana, mi Madre —mis madres, que la otra también—.

Puede que a veces me asalte el miedo, pero no la incertidumbre. Mi vida no está regida por casualidades incontrolables, sino por la voluntad de un Dios amoroso que busca en todo mi bien. Lo que no me voy a permitir es sentir abandono o angustia porque cuento con la presencia cercana de la criatura humana que más me quiere. Jamás me ha fallado y jamás me fallará.

Ella, la Señora, la Madre de la Misericordia, la reina de la creación, a cuyos pies todos se postran —también el covid-19— es mi protectora, mi entrañable seguridad, mi alegría, mi compañera de camino, mi salvoconducto para atravesar la vida.

La epidemia es cosa de mayores, por eso yo lo dejo en manos de María, y me dispongo a afrontar con fortaleza lo que la sabiduría de Dios disponga para mí. Seré prudente, lúcido y sensato, pero tampoco huiré del regalo que Dios me tiene preparado, sea más o menos bonito el papel que lo envuelve. Sólo le pido a Dios que no permita que mi madre se aleje de mí; sino que, como antaño mi otra madre, siempre esté ahí cuando venga la enfermedad, si ha de venir.

¡Cómo resuenan en mi cabeza las palabras de san Bernardo, aquél gran amante de María! El Santo Doctor nos invita, lleno de confianza, a contemplar a la Reina del Cielo con palabras deliciosas:

¡Oh! tú, quien quiera que seas, que te sientes lejos de tierra firme,
arrastrado por las olas de este mundo, en medio de las borrascas y tempestades,
si no quieres zozobrar, no quites los ojos de la luz de esta estrella.

Si el viento de las tentaciones se levanta,
si el escollo de las tribulaciones se interpone en tu camino,
mira la estrella, invoca a María.

Si eres balanceado por las agitaciones del orgullo,
de la ambición, de la murmuración, de la envidia,
mira la estrella, invoca a María.

Si la cólera, la avaricia, los deseos impuros
sacuden la frágil embarcación de tu alma,
levanta los ojos hacia María.

Si perturbado por el recuerdo de la enormidad de tus crímenes,
confuso ante las torpezas de tu conciencia,
aterrorizado por el miedo del Juicio,
comienzas a dejarte arrastrar por el torbellino de tristeza,
a despeñarte en el abismo de la desesperación, piensa en María.

Si se levantan las tempestades de tus pasiones,
mira a la Estrella, invoca a María.

Si la sensualidad de tus sentidos quiere hundir la barca de tu espíritu,
levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella, invoca a María.

Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte al abismo de la desesperación,
lánzale una mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios.
Siguiéndola, no te perderás en el camino. Invocándola no te desesperarás.
Y guiado por Ella llegarás al Puerto Celestial.

Que su nombre nunca se aparte de tus labios, jamás abandone tu corazón;
y para alcanzar el socorro de su intercesión, no descuides los ejemplos de su vida.
Siguiéndola, no te extraviarás, rezándole, no desesperarás,
pensando en Ella, evitarás todo error.

Si Ella te sustenta, no caerás; si Ella te protege, nada tendrás que temer;
si Ella te conduce, no te cansarás; si Ella te es favorable, alcanzarás el fin.
Y así verificarás, por tu propia experiencia,
con cuánta razón fue dicho: “Y el nombre de la Virgen era María”.

Si el coronavirus toca a tu puerta mira a la Estrella, invoca a María. Y no temas. Porque es Madre. La criatura que más te quiere. Reposa tu confiada cabeza de niño en su pecho y sosiégate. Nada malo puede pasarte.