Hace dos mil años, mientras Roma brillaba en su esplendor, existían en la orilla del Mediterráneo otras muchas ciudades que, aunque lejos de poseer la importancia de la capital del Imperio, gozaban de prosperidad y en algunos casos habían protagonizado páginas gloriosas de la historia: Atenas, Corinto, Éfeso, Siracusa, Alejandría, Cartago… y en la antigua Palestina, la venerable ciudad santa de Jerusalén y las florecientes Cesarea y Jericó.
En contraste con estas urbes, Nazaret era una aldea desconocida para la mayor parte de los habitantes del mundo: un puñado de pobres casas, parcialmente excavadas en la roca, que se arracimaban en la ladera de unos promontorios, en la Baja Galilea. Ni siquiera en el ámbito más reducido de su región, tenía Nazaret excesiva importancia. En dos horas de camino a pie, se llegaba a Séforis, donde se concentraba casi toda la actividad comercial de la zona; esta localidad contaba con edificios de buena planta, y sus habitantes hablaban griego y estaban en relación con el mundo intelectual grecolatino. En cambio, en Nazaret vivían unas pocas familias, que solo hablaban arameo. Sus pobladores serían un centenar. La mayor parte se dedicaba a la agricultura y la ganadería, pero no faltaba algún artesano como José, que con su ingenio y esfuerzo prestaba un buen servicio realizando trabajos de carpintería o herrería.
En aquella aldea, en un rincón perdido de la tierra, donde nadie que proyectase una gran empresa humana habría acudido a buscar quien la sacara adelante, se encontraba la criatura más extraordinaria que jamás haya existido, llevando una vida absolutamente normal y sencilla, llena de naturalidad.
Ave María
«En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David, y el nombre de la virgen era María» (Lc 1,26-27). San Lucas introduce con sencillez el momento grandioso en que dio comienzo nuestra redención. Conocemos muy bien cómo sigue el relato: el anuncio del Ángel, la turbación de María, aquel diálogo cuajado de humildad, y la respuesta final de la Virgen: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
Según una antigua tradición, recogida por varios Padres de la Iglesia, en el siglo II vivían aún en Nazaret algunos parientes de Jesús, que conservaban la habitación donde la Virgen Santísima recibió el anuncio del Ángel y la otra casa en que más adelante vivió la Sagrada Familia. También se mantenía la memoria de la fuente donde nuestra Madre, como las demás mujeres de aquel poblado, iba a buscar agua. Hay testimonios escritos de peregrinos que visitaron Nazaret durante el siglo IV para ver esa casa, y atestiguaron que ya entonces era un lugar de culto cristiano, donde había un altar.
En el siglo V, se edificó una iglesia de estilo bizantino, que se encontraba en ruinas cuando llegaron los cruzados a finales del siglo XI. El caballero normando Tancredo, Príncipe de Galilea, ordenó construir una basílica sobre la cueva, pero el nuevo edificio fue una vez más echado al suelo durante la invasión del sultán Bibars, en 1263.
En 1620, un emir autorizó a los padres franciscanos adquirir las ruinas de la basílica y la gruta. En 1730, los franciscanos obtuvieron permiso del sultán otomano para construir una nueva iglesia en ese lugar. La estructura fue agrandada en 1877 y completamente demolida en 1955, para permitir la construcción de la basílica actual, que es el santuario cristiano más grande en el Medio Oriente.
Antes de empezar la edificación de la nueva basílica, el Studium Biblicum Franciscanum realizó una investigación arqueológica del lugar: encontraron un edificio dedicado al culto, con numerosos grafitos cristianos. Entre ellos, destaca una inscripción en griego: XE MAPIA (Ave María); y otra en la que se menciona «el lugar santo de M». Tanto el edificio primitivo como los grafitos son anteriores al siglo III, y con bastante probabilidad corresponderían a finales del I o principios del II.
Estos descubrimientos se completaron después con los estudios efectuados en la Santa Casa de Loreto, entre 1962 y 1965, que mostraron su coincidencia con las proporciones que debería tener un edificio adosado a la gruta de Nazaret, y que los grafitos encontrados en los muros de la Casa que se conserva en Loreto son del mismo estilo y corresponden a idéntica época que los hallados en Nazaret. Estos datos, sumados a los que aportan las fuentes escritas y otros restos arqueológicos, explican por qué es perfectamente compatible que, tanto en la basílica de Nazaret como en el santuario de Loreto, los peregrinos puedan contemplar el lugar físico en el que aconteció la Encarnación del Verbo.