Tabgha es un paraje situado a tres kilómetros al oeste de Cafarnaún, que se extiende por unas pocas hectáreas desde la orilla del lago tierra adentro, hacia las colinas que lo rodean. El nombre parece una derivación árabe del original bizantino Heptapegon, que significa en griego siete fuentes: se debe a los manantiales que existían entonces, y que siguen activos todavía hoy.

Porque según una antigua tradición de los cristianos que habitaron aquella zona ininterrumpidamente desde los tiempos de Jesús, sabemos que allí habría multiplicado los cinco panes y los dos peces para dar de comer a una multitud (Cfr. Mt 14, 13-21; Mc 6, 32-44; Lc 9, 12-17; Jn 6, 1-15).;

Y, también allí, habría pronunciado el Discurso de la Montaña que comienza con las Bienaventuranzas (Cfr. Mt 5, 1-11; Lc 6, 17-26).; se habría aparecido a los Apóstoles después de resucitado, cuando propició la segunda pesca milagrosa y confirmó a san Pedro como primado de la Iglesia (Cfr. Jn 21, 1-23). Apenas unos cientos de metros separan los tres lugares donde se sitúan estos episodios de la vida del Señor.

Testimonios Históricos.

Así, un texto atribuido a la peregrina Egeria, quien visitó Palestina en el siglo IV, nos ofrece un testimonio elocuente de la memoria cristiana sobre Tabgha: «No lejos de Cafarnaún se ven los peldaños de piedra sobre los cuales se sentó el Señor. Allí, junto al mar se encuentra un terreno cubierto de hierba abundante y muchas palmeras y, junto al mismo lugar, siete fuentes manando de cada una de ellas agua abundante. En este lugar el Señor sació una multitud con cinco panes y dos peces. La piedra sobre la cual Jesús depositó el pan ha sido convertida en un altar. Junto a las paredes de aquella iglesia pasa la vía pública, donde Mateo tenía su telonio. Sobre el monte vecino hay un lugar donde subió el Señor para pronunciar las Bienaventuranzas».(Appendix ad Itinerarium Egeriæ, II, V, 2-3 CCL 175, 99). .

Sermón de las Bienaventuranzas

Por las características de Tabgha, no resulta extraño entender que el Señor lo eligiera para retirarse, a veces solo o con sus discípulos, a este enigmático lugar, ni tampoco extraña que acogiera reuniones de miles de personas: estaba despoblado, quizás por la dificultad de cultivar el terreno, pues se topaba con un estrato rocoso a poca profundidad; a la vez, gracias a los siete manantiales que surgían en la zona, la hierba cubría el suelo y no faltaba la sombra de muchas palmeras; esa parte del lago era especialmente rica en pesca, pues algunas corrientes de agua caliente atraían los bancos de peces; las laderas de los montes circundantes empezaban su pendiente casi en la misma ribera, formando un anfiteatro natural… ¡Todo invita a mirar y a escuchar!

Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo:

–Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los que lloran, porque se­rán consolados. Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios. Bienaventurados los pacíficos, por­que serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que pade­cen persecución por causa de la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos. Bienaventurados cuando os injurien, os persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo tipo de maldad por mi cau­sa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será gran­de en el cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas de antes de vosotros (Mt 5, 1-12. Cfr. Lc 6, 20-23) .

Santuario de las Bienaventuranzas

Según la tradición de los cristianos que habitaron en la comarca desde los tiempos de Jesús, el Sermón de la Montaña –aquel conjunto de enseñanzas del Señor que comienza con las Bienaventuranzas– fue pronunciado cerca de la iglesia de la Multiplicación de los panes y los peces, en la ladera de un monte vecino, donde había una cueva.

En efecto, a unos cien metros de ese santuario se excavaron en 1935 los restos de algunos edificios. Pertenecerían a una iglesia y un monasterio de los siglos IV o V. La capilla, de siete metros de largo por cuatro de ancho, construida cavando por encima de una pequeña gruta, abarcaba otra cueva natural, regularizada en forma cuadrada mediante mampostería. Numerosos grafitos cubrían el revoque de las paredes, y el suelo estaba pavimentado con mosaicos.

Siguiendo esta tradición, entre 1937 y 1938 se edificó el santuario actual de las Bienaventuranzas pero, con el fin de disponer de una panorámica mayor del mar de Genesaret, se eligió un emplazamiento más alto, a unos doscientos metros sobre la superficie del lago y a dos kilómetros de la localización antigua.

Se trata de una iglesia de planta octogonal, cubierta por una cúpula de tambor rodeada por un pórtico amplio que hace más tenue la luz del sol. El uso de basalto negro local, piedra blanca de Nazaret y travertino romano forma un conjunto constructivo armonioso que destaqua entre la densa vegetación de la zona. En el interior los elementos se disponen con sencillez de líneas: en el centro, el altar, coronado por una arquivolta de alabastro; detrás, elevado sobre un pedestal de pórfido, el tabernáculo, decorado con escenas de la Pasión en bronce dorado sobre fondos de lapislázuli; en el tambor, ocho ventanas con vidrieras donde se leen las palabras de las bienaventuranzas; y cerrando el espacio, la cúpula, con un revestimiento en tonos dorados.

Enseñanza de Jesús.

Con las bienaventuranzas, «Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1716). Con­siderando este hecho, Benedicto XVI subraya la diferencia entre Moisés y el Señor, entre el Sinaí, un macizo rocoso en el desier­to, y el monte de las Bienaventuranzas: «Quien ha estado allí y tiene grabada en el espíritu la amplia vista sobre el agua del lago, el cielo y el sol, los árboles y los prados, las flores y el canto de los pájaros, no puede olvidar la maravillosa atmósfera de paz, de belleza de la creación» (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración, p. 94).

Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad que Dios ha puesto en el corazón del hombre, anuncian bendi­ciones y recompensas, pero al mismo tiempo son promesas para­dójicas, especialmente las que se refieren a la pobreza, las penas, la injusticia y las persecuciones (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1717-1718).  «Se invierten los criterios del mundo apenas se ven las cosas en la perspectiva correcta, esto es, desde la escala de valores de Dios, que es distinta de la del mun­do. Precisamente los que según los criterios del mundo son con­siderados pobres y perdidos son los realmente felices, los ben­decidos, y pueden alegrarse y regocijarse, no obstante todos sus sufrimientos» (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración, p. 99).

Las bienaventuranzas iluminan las acciones y actitudes que ca­racterizan la vida cristiana, expresan lo que significa ser discípulo de Cristo, haber sido llamado a asociarse a su Pasión y Resurrec­ción. (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1717). «Pero son válidas para los discípulos porque primero se han hecho realidad en Cristo como prototipo (…). Las bienaventu­ranzas son como una velada biografía interior de Jesús, como un retrato de su figura. Él, que no tiene donde reclinar la cabeza ( Mt 8, 20), es el auténtico pobre; Él, que puede decir de sí mismo: Venid a mí, porque soy sencillo y humilde de corazón (Mt 11, 29), es el realmente humilde; Él es verdaderamente puro de cora­zón y por eso contempla a Dios sin cesar. Es constructor de paz, es aquel que sufre por amor de Dios. En las bienaventuranzas se ma­nifiesta el misterio de Cristo mismo, y nos llaman a entrar en co­munión con Él» (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración, p. 103).