Evangelio (Lc 24,46-53)

Mientras los bendecía, iba subiendo al cielo

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

–«Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.

Vosotros sois testigos de esto. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto».

Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo.

Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo.

Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.

Comentario

«El que me ama guardará mi palabra… El que no me ama no guardará mis palabras». El amor a Dios, como todo otro amor, no se fundamenta en las palabras o en los sentimientos, sino en la entrega real (“obras son amores, que no buenas razones”). ¿Guardo la palabra de Dios? ¿Conozco la voluntad de Dios para guardarla? ¿Deseo con todo mi corazón conocerla para poder guardarla o prefiero no profundizar mucho para no tener que cumplirla? Y la gran pregunta que debiéramos hacernos con mucha frecuencia: ¿De verdad amo a Dios, hasta el punto de cumplir su voluntad antes que la mía?

«…Y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él». El ideal del amor es la mutua posesión. Eso es lo que Dios quiere de nosotros: que nosotros estemos en él y que él viva en nosotros. El ideal para todo cristiano es ser morada de la Trinidad. Dios ya permanece en nosotros por el bautismo. ¿Soy consciente de esa presencia? ¿Me siento sagrario de la Trinidad? ¿Me comporto conforme a esa dignidad en lo exterior y en lo interior (forma de vestir, modo de hablar, pureza de costumbres, delicadeza de trato, conciencia de su presencia)?

«El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho». La promesa del envío del Espíritu Santo es la garantía de que podemos conocer la voluntad de Dios, porque él es la “mente de Dios”. Él nos recordará todo y nos ayudará a profundizar en la enseñanza de Jesús. Ese Espíritu lo recibimos en el bautismo y en la confirmación, de manera que no tenemos excusa para no conocer en profundidad la voluntad de Dios en cada acontecimiento, porque como el Señor nos prometió “El que pide recibe, el que busca encuentra, al que llama se le abre”.

«La Paz os dejo, mi Paz os doy: No os la doy como la da el mundo». Conocer la voluntad de Dios es la fuente de la verdadera paz y de la verdadera alegría para el que ansía a Dios. Ahora bien, esa paz no es “como la da el mundo”. Es una paz en la lucha contra nosotros mismos y contra el mundo. Es la paz del guerrero que combate con orgullo en medio del riesgo y de la amenaza constante. Es la paz de la cruz. El Señor lo sabe y por eso nos anima: «Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde». ¿Busco la verdadera paz o la tranquilidad?