San Juan es el único evangelista que narra el primer signo de Jesús, realizado durante aquella celebración en Caná: a petición de la Virgen, convirtió el agua en vino; y también sitúa en esta población de Galilea el segundo de sus milagros: la curación del hijo de un funcionario real, que estaba enfermo en Cafarnaún (Jn 4,46-54). El relato de Caná asombra por la sencillez con que está redactado, sin perder a la vez riqueza de matices:
«Al tercer día se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y estaba allí la madre de Jesús. También fueron invitados a la boda Jesús y sus discípulos. Y, como faltó vino, la madre de Jesús le dijo: –No tienen vino. Jesús le respondió: –Mujer, ¿qué nos importa a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora. Dijo su madre a los sirvientes: –Haced lo que él os diga. Había allí seis tinajas de piedra preparadas para las purificaciones de los judíos, cada una con capacidad de unas dos o tres metretas. Jesús les dijo: –Llenad de agua las tinajas. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dijo: –Todos sirven primero el mejor vino, y cuando ya han bebido bien, el peor; tú, al contrario, has reservado el vino bueno hasta ahora. Así, en Caná de Galilea hizo Jesús el primero de los signos con el que manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él» (Jn 2,1-11).
Los relatos cristianos más antiguos, que presentan Caná de Galilea como meta de peregrinación, la sitúan cerca de Nazaret: «No lejos de allí divisaremos Caná, en que fue convertida el agua en vino» (San Jerónimo, Epistola XLVI, 13), afirma san Jerónimo en una carta escrita entre los años 386 y 392. Y en otro documento posterior, da a entender que la ciudad se hallaba en el camino hacia el mar de Genesaret: «A buen paso se recorrió Nazaret, la nutricia del Señor; Caná y Cafarnaún, testigos de sus milagros; el lago de Tiberíades, santificado por las travesías del Señor, y el desierto en que varios miles de personas se hartaron con unos cuantos panes y de las sobras de los que comieron se llenaron tantos canastos como son las tribus de Israel» (San Jerónimo, Epistola CVIII, 13).
Numerosos testimonios nos hablan de un santuario edificado por los cristianos en memoria de aquel primer milagro realizado por Jesús; también afirman que se conservaban una o dos tinajas y que existía una fuente en el pueblo. Una de las pruebas más remotas pertenece al relato de un peregrino anónimo del siglo VI, que había partido desde Séforis Diocesarea: «Después de tres millas de camino, llegamos a Caná, donde el Señor estuvo presente en las bodas, y nos sentamos en el mismo lugar, allí yo indignamente escribí el nombre de mis padres. Quedan todavía allí dos vasijas, llené una de agua y vertí vino de esa; me la puse llena sobre los hombros y la posé sobre el altar. Después nos lavamos en la fuente para las bendiciones» (Itinerarium Antonini Piacentini, 4).
Aunque estos testimonios que han llegado hasta nosotros tienen un valor indudable, no aportan datos definitivos para situar Caná, pues podrían referirse a dos lugares con ese nombre que existen al norte de Nazaret: las ruinas de Khirbet Qana, una aldea despoblada desde hace siete siglos; y la ciudad de Kefer Kenna, que actualmente cuenta con diecisiete mil habitantes, de los que una cuarta parte son cristianos.
Khirbet Qana ocupaba la cima de una colina sobre el valle de Netufa, cerca del camino que unía Acre con el mar de Genesaret. Se hallaba a nueve kilómetros de Séforis y a catorce de Nazaret. Las investigaciones arqueológicas han sacado a la luz los restos de una pequeña aldea que sobrevivió hasta los siglos XIII o XIV, donde hay una gruta con vestigios de culto cristiano de época bizantina y numerosas cisternas excavadas en la roca para almacenar el agua de lluvia, pues no existían fuentes en la zona.
Kefer Kenna está a seis kilómetros de Nazaret, en el camino que baja hacia Tiberias. El asentamiento, abastecido por un manantial, se remonta al menos hasta el siglo II antes de Cristo. Parece ser que en el siglo XVI, sus habitantes, que eran en su mayoría musulmanes, conservaban la tradición del lugar donde Jesús había realizado el milagro. Los peregrinos encontraron allí una habitación subterránea a la que se accedía desde las ruinas de una supuesta iglesia, cuya construcción atribuyeron al emperador Constantino y a su madre santa Elena. En 1641, algunos franciscanos se asentaron en la población y empezaron las gestiones para recuperar aquellos restos, que no pudieron poseerse hasta 1879. En 1880 se edificó una pequeña iglesia y posteriormente se fue agrandando, entre los años 1897 y 1906. También se levantó en 1885, a unos cien metros, una capilla en honor de san Bartolomé –Natanael–, que era oriundo de Caná.
Con ocasión del Jubileo de 2000, se llevó a cabo una restructuración del santuario, y se aprovechó para realizar antes una investigación arqueológica que completase otro estudio de 1969. Las excavaciones han sacado a la luz, además de la iglesia medieval, lo que podría ser una sinagoga de los siglos III-IV construida sobre los restos de habitaciones precedentes, que se remontan al siglo I. Esta sinagoga tenía un atrio con pavimento a base de mosaicos, y un vestíbulo porticado con una gran cisterna en el centro, que se conserva en el subsuelo del templo actual; también las columnas y los capiteles del pórtico se reutilizaron en la nave. En el ábside septentrional de la iglesia, se encontró un ábside aún más antiguo que contenía una sepultura de los siglos V-VI. El tipo de tumba parece indicar la presencia cristiana sobre el lugar durante la época bizantina.
Al igual que los testimonios históricos, la arqueología no ha ofrecido pruebas concluyentes para situar Caná de Galilea: el lugar donde Jesús convirtió el agua en vino.
Haced lo que Él os diga
Desde los tiempos más antiguos, la riqueza y densidad del relato de san Juan sobre los primeros pasos del Señor en su vida pública han alimentado la reflexión cristiana. A través de una narración llena de gran riqueza teológica –que será imposible agotar en estas páginas–, el milagro de Caná señala el principio de los signos mesiánicos, anuncia ya la Hora de la glorificación de Cristo y manifiesta la fe de los apóstoles en Él. Por eso, es significativo que san Juan haya recogido la presencia y la actuación de Nuestra Señora en aquel momento.
En medio de aquella fiesta de bodas, Santa María advierte que falta el vino y acude a su Hijo para que remedie la necesidad de los esposos. «A primera vista –observa Benedicto XVI–, el milagro de Caná parece que se separa un poco de los otros signos empleados por Jesús. ¿Qué sentido puede tener que Jesús proporcione una gran cantidad de vino –unos 520 litros– para una fiesta privada?» (Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret II, p. 296). Para el Santo Padre, es una señal de la magnitud del amor que encontramos en el centro de la historia de la salvación: Dios «que se derrocha a sí mismo por la mísera criatura que es el hombre (…). La sobreabundancia de Caná es, por ello, un signo de que ha comenzado la fiesta de Dios con la humanidad, su entregarse a sí mismo por los hombres». De esta forma, el marco del episodio –un banquete de bodas– se convierte a su vez en imagen «de otro banquete, el de las bodas del Cordero que da su Cuerpo y su Sangre a petición de la Iglesia, su Esposa» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2618).
La entrega del Señor por los hombres tiene su hora, que en Caná todavía no ha llegado. Sin embargo, Jesús la anticipa gracias a la intercesión de la Santísima Virgen: «María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone “en medio”, o sea hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede –más bien “tiene el derecho de”– hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres» (San Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 21).