Al volver de Tierra Santa, a muchos de los que hemos participado en la peregrinación parroquial, nos invade una incontenible alegría por todos los dones que hemos recibido de Dios estos días. Y también sentimos un profundo agradecimiento hacia todos aquellos que nos han sostenido con su oración y su sacrificio. Somos conscientes de que la intercesión generosa y oculta de tantos hermanos nos ha acompañado y mantenido durante toda la peregrinación.
Hemos recibido muchas gracias y ahora débenos compartirlos con los miembros de nuestra parroquia que no han podido acompañarnos físicamente. Con ese objetivo se escriben estas líneas. De este modo que los dones recibidos, gracias a la oración silenciosa de tantos miembros de nuestra comunidad, se han de convertir en gracias que redunden también en su crecimiento espiritual. Así se cierra el círculo de bendición espiritual propio de toda verdadera comunión.
Al entresacar algunos de los frutos espirituales que hemos recibido durante estos días, vamos a distinguir los dones frutos de una experiencia positiva y las gracias recibidas a partir de experiencias más negativas. Unos y otros son bendiciones de Dios, que hemos de acoger con agradecimiento.
Dones a partir de experiencia positivas
1. La presencia real de Cristo hoy
En Nazaret, Belén, Cafarnaúm, Jerusalén… hemos contemplado los parajes por los que pasó el Señor y dejó su imborrable huella. Hemos besado los lugares que recuerdan su presencia en nuestra tierra. Con emoción hemos venerado el Santo Sepulcro y el Calvario, y hemos sentido el estremecimiento de visitar la cárcel en la que estuvo preso en casa de Caifás. Tantas huellas, tantas emociones, tantos sentimientos…
Pero después de recordar el pasado, de comprenderlo mejor, siempre hemos acabado en el presente. Después de venerar los antiguos vestigios de su presencia, hemos acabado encontrándonos con él en la eucaristía. Sus huellas nos inducen a recordar con nostalgia el pasado, la eucaristía nos lo ofrece hoy, vivo y tangible, aquí entre nosotros. Quizá, al sacramento no conlleve, en algún momento, la conmoción afectiva que acompaña el ver y tocar directamente el objeto de nuestra devoción. Quizá nos cueste más estremecernos ante el alimento cotidiano, que puede generar rutina espiritual. Pero la carne, por mucho que goce en ver y tocar, no puede satisfacer plenamente al espíritu, que anhela el alimento espiritual, que es Cristo.
Durante hora y media hicimos cola para venerar el sepulcro donde yació el cuerpo muerto del Señor, el lugar donde aconteció el prodigio de la resurrección. Pero la eucaristía que celebramos cada día nos permite encontrar a Jesús vivo en medio de nosotros, nos permite recibirlo resucitado en nuestros corazones. No nos pone en contacto con un pasado remoto, sino que nos vincula a Cristo presente y operante hoy y ahora. Y nos anticipa misteriosamente ya, todos los dones que gozaremos en el futuro, cuando termine la representación de este mundo (Cf. 1Co 7,31).
Tierra Santa nos zambulle en la conciencia de la increíble realidad. No hay que hacer un largo viaje para encontrarse de una forma íntima con el Señor. Él está hoy vivo a nuestro lado, aquí, en Los Molinos, en la eucaristía de cada día, de una forma infinitamente más real y eficaz de lo que lo podemos encontrar venerando lugares, besando reliquias o contemplando vestigios.
La eucaristía es la presencia física y tangible de Jesús hoy en nuestro mundo; accesible con facilidad a todos los que le buscan. Sin largos viajes, ni fuertes desembolsos, ni agotadoras esperas. Esta peregrinación nos recuerda que somos peregrinos aquí, en Los Molinos, y que es infinitamente más importante el sacramento celeste que las huellas terrenas.
2. La alegría de la fe compartida
La peregrinación nos ha permitido vivir la alegría de la fe. Personas distintas hemos compartido experiencias profundas, al recordar en los santos lugares lo que el Señor ha hecho por nosotros. Y de ahí ha surgido la sintonía y la alegría. Una vez más, hemos podido experimentar la belleza de la fe, la alegría de la comunión, la fraternidad que nace de la oración común. Y todo ello se ha expresado también en cantos, bailes y diversión. Como dice el refrán: «un santo triste es un triste santo». Es imposible que el encuentro con Dios y su mundo no llene el corazón de un gozo contagioso, que necesita expresarse hacia fuera y genera comunión.
La oración no es un peso cuando se realiza unidos a otros hermanos. Hemos compartido la oración en autobuses, en el barco del lago Tiberíades, en iglesias y desiertos. Y eso ha llenado nuestro corazón de alegría. Hemos madrugado y trasnochado, y la oración no ha sido algo cargante, sino la base de todo lo que hemos hecho. Hemos experimentado que la fe no es un peso insoportable, sino un don magnífico, que nos hace mejores y nos une como hermanos. Hemos reído, hemos cantado y hemos llorado juntos.
La fe vivida en común es fuente de gozo y alegría. Por el contrario, cuando es rutina individualista, sin lazos de comunión con los demás, es un fardo pesado que arrastramos a regañadientes. No tener hermanos sino correligionarios, manifiesta que Dios no es nuestro Padre sino nuestro Soberano.
3. La fuerza de la liturgia
Ha sido un gran don poder constatar la belleza y la profundidad de las distintas liturgias cristianas, y su eficacia para acercarnos a Dios. Hemos contemplado la fuerza de la liturgia que, expresada en distintos ritos y ceremonias, realiza eficazmente el vínculo con Dios a través de Jesucristo. Expresiones de la fe que, aunque desconocidas para nosotros, expresan bellamente el misterio cristiano, tal y como lo viven otros hermanos nuestros. Formas diferentes de realizar los mismos actos sacramentales
A la luz de la profundidad de esos ritos y de la densidad religiosa de esos cantos, ha surgido en algunos de nosotros la admiración. Pero también ha brotado la preocupación porque corramos el peligro, en occidente, de valorar unilateralmente una liturgia que mire más a los hombres que a Dios, que busque más satisfacer nuestro entendimiento y sensibilidad que dar gloria al Santo. La secularización nos conduce frecuentemente a la desacralización en nuestra relación con Dios.
4. El humilde servicio de los custodios de los Santos Lugares
Estos días en Tierra Santa nos han permitido constatar el bien que están haciendo los franciscanos en la tierra de Jesús. Su presencia en medio de tanta tensión es un equilibrio de delicadeza, firmeza y caridad. Son una ayuda para los cristianos que allí viven; cohesionando las pequeñas comunidades católicas que aún quedan, y apoyando a los cristianos incluso en los ámbitos más materiales.
Pero, a la vez, realizan un generoso servicio para los cristianos que vamos en peregrinación. No sólo custodian los Santos Lugares, sino que los acercan a cuantos buscamos las huellas históricas de Cristo. A través de sus explicaciones históricas, vinculando los lugares a los textos evangélicos, conducen de la mano a los peregrinos para que puedan venerar, tocar y besar los lugares más significativos de nuestra fe.
Tanto para los cristianos que viven allí en dificultades cotidianas, como para los cristianos que acudimos allí buscando luz y paz, son guías de la fe y custodios de la memoria de la Iglesia. Hombres buenos que hacen el bien en silencio y paz. No es poca aportación en una tierra desgarrada por la confrontación.
5. La discreta belleza de una tierra dura
El Viaje que hemos realizado nos ha permitido constatar que Tierra Santa no es un lugar especialmente bello, ni un territorio extenso que justifique todos los dones que Dios le concedió. En cuanto a la belleza, Marín Descalzo apunta que «desde el punto de vista de la belleza natural cualquier país aventaja a Palestina. Es, sí, sumamente variado, sobre todo teniendo en cuenta la pequeñez del país, pero en ningún caso pasa de lo vulgar» (J.L. Martín Descalzo, Vida y Misterio de Jesús de Nazaret I, Sígueme 1986, 41). Y San Jerónimo, según recoge el mismo autor, afirmaba taxativo que «da vergüenza decir el tamaño de la tierra de promisión».
Jesús anduvo por un territorio pequeño y poco agraciado. Seguramente ninguno de nosotros hubiéramos elegido nacer en un entorno tan pobre y duro. Posiblemente elegiríamos habitar una tierra más bella y rica, con un clima más benigno, con más agua y colorido.
La constatación de que Dios ha elegido lo seco, lo duro, lo pequeño, lo que no es amable humanamente hablando, puede provocar en nosotros un desconcierto inicial; pero, sin embargo, es toda una declaración de intenciones. Dios no elige para su hijo una tierra atrayente y «fácil». Y, en línea con esa decisión, no le dará compañeros especialmente dotados intelectualmente o cultivados humanamente, sino a hombres mediocres, carentes de especial atractivo humano.
La contemplación de la Tierra Prometida nos ayuda a comprender el misterio de nuestra elección. Dios quiere y elige lo que objetivamente no es lo mejor. Pone su hogar en donde nadie lo haría, y se rodea de una compañía nada envidiable. Consciente de esta realidad, san Pablo escribe a los corintios: «lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta» (1Cor 1,27-28).
Cuando Dios quiere obrar cosas grandes se sirve de medios humildes y vulgares. El misterio de nuestra elección como cristianos, y de nuestra predilección como confidentes de Dios, no se fundamenta en nuestras excepcionales capacidades, sino en nuestra pobreza natural, para que nuestra fe «no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios» (1Cor 2,5). De modo que «llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2Co 4,7).
La contemplación de la tierra en la que nació, vivió y murió Jesús nos ha permitido ser más conscientes de nuestra pequeñez, y del sentido de nuestra elección. No son nuestras cualidades las que han atraído al Señor, sino su determinación de enriquecernos con su pobreza
II. Dones a partir de experiencias negativas
Pero las gracias recibidas no han sido sólo fruto de experiencias positivas, sino que también han venido envueltas en sufrimiento, al contemplar situaciones negativas y desconcertantes.
1. El pobre número de cristianos en Tierra Santa
Nos ha producido un dolor profundo constatar la irrelevante presencia de cristianos en Tierra Santa. Los seguidores de Cristo, veinte siglos después, sólo representan un exiguo uno por ciento de la población del país de Jesús. Poblaciones que aparecen en los evangelios, por las que Jesús anduvo y predicó, están totalmente vacías de cristianos. Por ejemplo, Naín, donde Jesús resucitó al hijo de una viuda, no tiene ningún habitante seguidor de Cristo. Es como si Jesús nunca hubiera estado allí.
La indiferencia ante la presencia del Señor en aquellas tierras la pudimos palpar al recorrer la Vía Dolorosa. Ésta transcurre por un bullicioso mercado, lleno de gentes desconocedoras y ajenas a lo que allí aconteció hace dos mil años. Si no fuera por el enlosado que señala discretamente las estaciones del Via Crucis, nadie podría recordar el drama al que se enfrentó el Señor allí, cargando con la cruz por nuestra salvación. Es amargo recordar las palabras del salmo: «Me han olvidado como a un muerto, me han desechado como a un cacharro inútil» (Sal 3,13). Es doloroso constatar que hoy se cumplen en su propia tierra.
2. La división de los cristianos
Por si lo anterior no fuera suficientemente doloroso, los cristianos de Tierra Santa están divididos en diecisiete confesiones, muchas veces enfrentadas entre sí. Nuestro guía franciscano lo expresó, lleno de vergüenza, con mucha claridad: «somos el hazmerreír».
La unidad de los cristianos es una exigencia ineludible para mostrar al mundo la verdad y hacer creíble el mensaje de Cristo, pero en Tierra Santa es una realidad, humanamente hablando, imposible. Allí la fragmentación es especialmente sangrante por hallarse en los lugares más emblemáticos de los cristianos, muy cerca de donde el Señor oró por la unidad de los suyos.
La situación que se vive en algunos santos lugares donde gestión es compartida entre ortodoxos, armenios, coptos o católicos es una auténtica vergüenza. A veces, la tirantez se ha convertido en confrontación, ofreciendo espectáculos bochornosos. Hasta el punto de que la apertura de la iglesia del Santo Sepulcro es cometido de musulmanes para que no se ocasionen tensiones entre los cristianos. El corazón del Señor tiene que sangrar ante un contra testimonio tan evidente.
3. La difícil vida de los cristianos de Tierra Santa
En Israel, la situación social de los cristianos es, a menudo, difícil: despreciados por los judíos por ser árabes y despreciados por los árabes por no ser musulmanes. Presionados por unos y otros, y con frecuencia empobrecidos económicamente. Para muchos de ellos, las peregrinaciones y la ayuda de los religiosos franciscanos son esenciales para poder mantenerse. Aún así, nos contaba el guía que, con mucha frecuencia, llegan noticias de la emigración de una u otra familia cristiana a países occidentales, donde pueden llevar una vida menos difícil.
Esperamos en el futuro poder contactar con algunos de los cristianos que hemos conocido en Belén para que vengan a nuestra parroquia, nos den testimonio de cómo viven allí, y de paso poder ayudarlos con la compra de productos de olivo manufacturados que fabrican y venden.
4. La falta de paz
Para muchos de nosotros ha sido también impactante ver desgarrada la tierra de Jesús por la tensión y los recelos que existe entre judíos y palestinos. Más allá de ideologías o posicionamientos, lo cierto es que la división en la tierra de Jesús, el Príncipe de la Paz, parece una irónica burla. La paz entre judíos y musulmanes parece humanamente imposible. No es difícil adivinar el dolor de Cristo al ver su patria desgarrada en una tensión permanente.
III. Nuestro quehacer
Después de haber puesto en común algunas de las gracias recibidas, podríamos resumir lo que hemos experimentado en dos enseñanzas fundamentales:
En primer lugar, la convicción fundamental de que hay que dar una respuesta a todo lo que hemos visto: a la indiferencia ante Cristo, a la división de los cristianos, a la situación difícil de los cristianos en Tierra Santa, al odio que se palpa en la tierra de Jesús. Somos conscientes de que las semillas de esos males están también en nuestros corazones y en nuestro entorno. En Los Molinos también existe la indiferencia hacia Cristo y su obra. Muchas veces los mismos cristianos estamos divididos en nuestra parroquia, y somos incapaces de supeditar las inevitables diferencias naturales a la fe común que nos vincula. Con frecuencia no somos germen de unidad en nuestro pueblo. Podemos trabajar en casa lo que anhelamos ver en Tierra Santa.
En segundo lugar, la certeza de que esa respuesta nace desde la oración y desde la eucaristía, y que tenemos que darla como comunidad. Nuestro pueblo necesita cristianos felices de serlo, unidos entre sí por la eucaristía y por el amor mutuo, y que recen juntos respetando sus legítimas referencias. Por eso, nos parece que, entre otros muchos ámbitos, la adoración eucarística de los jueves es el ámbito propicio para dar la respuesta a la situación que hemos constatado en Tierra Santa, pero que se da también en nuestro pueblo y nuestra comunidad. Comunión, oración y eucaristía son el mejor medio para identificarse con Cristo y generar comunidad. Sin duda que esa fórmula es el más eficaz antídoto frente al pecado.
IV. Conclusión
La peregrinación han sido días intensos de caminatas, calores, emociones y gozos compartidos. Un don grande que Dios nos ha hecho y que hemos querido compartir con toda la parroquia. Ojalá que muchos más feligreses de nuestra comunidad puedan visitar Tierra Santa y conocer los lugares por los que anduvo Jesús. Pero infinitamente más importante que lo que podemos encontrar allí es lo que ya tenemos todos aquí: la cercanía cotidiana con el Señor.
Nunca olvidemos que la verdadera Tierra Santa, donde Jesús ha nacido y vive, donde realiza sus milagros y renueva su pasión, son nuestros corazones. Nosotros somos realmente la Tierra Santa de Jesús. El lugar donde Dios quiere reinar y que desea pacificar. Nuestra verdadera peregrinación consiste en zambullirnos por la fe en nuestro interior a la búsqueda del lugar profundo de nuestras almas donde Cristo mora con su Padre y el Espíritu, según nos prometió «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23).
Nuestra comunidad es también Tierra Santa, que demanda de nosotros un peregrinaje para descubrir los lugares sagrados donde Jesús está y requiere nuestra presencia: la comunidad reunida en torno a la eucaristía, los enfermos y necesitados, los marginados de nuestro pueblo, los limpios de corazón que viven discretamente entre nosotros… La presencia de Cristo, las huellas de su paso en esta tierra están a nuestro lado. No necesitamos irnos a países lejanos para encontrarlo. No obstante, como somos tan débiles, el Señor nos ha permitido, a través de esta peregrinación a la tierra que el pisó históricamente, percibir mejor su presencia entre nosotros hoy en Los Molinos.
Gracias a todos los que con su oración y sus sacrificios nos han sostenido estos días. Por nuestra parte, hemos tenido muy presente a toda la parroquia en los Santos Lugares y en la celebración eucarística. No hemos ido allí a realizar un viaje personal, sino a realizar una peregrinación parroquial. Es una alegría saber que pertenecemos a una comunidad, y sentir que, allí y aquí, estaba toda la parroquia de Los Molinos en un misterio de comunión. Así como el fuego distribuido no mengua, la comunión no se debilita con la distancia.